Era el cuarto día de cacería. Ninguno de los tres
compañeros había tenido suerte. A no ser por una liebre, que había capturado
Ricardo el día anterior. José había llevado dos perros, Esteban otros dos y
Ricardo uno. El segundo día desapareció uno de los perros; bueno, no
precisamente: encontraron su cabeza colgada en un arbusto.
El tercer día desaparecieron otros dos. Ese cuarto
día, ante la ausencia de los otros dos perros, el miedo que les atenazaba los
corazones les hizo desistir y se prepararon para regresar a casa. Entonces un
ladrido, el típico ladrido del can que ha avistado a su presa, y sus corazones
se llenaron de euforia.
Esteban fue el primero en reaccionar, principalmente
porque era el único que todavía tenía la escopeta al hombro. Cuando José y
Ricardo salieron de la tienda, prestas las armas, de su compañero ya no había
ni rastro. Afortunadamente, el perro siguió ladrando, de manera que no fue
difícil ubicarse.
Corrieron como posesos, aun así, no dieron alcance a Esteban. Después escucharon disparos, más ladridos y un grito eufórico de su amigo. Cuando llegaron al claro, cerca de la cañada, encontraron al jabalí muerto, de la escopeta de Esteban salía un humillo gris. Los últimos dos perros estaban cerca del jabalí, a uno le había entrado el colmillo en la barriga, y al otro, en el cuello.